viernes, 25 de abril de 2008

Número Treinta y seis

LA APUESTA

Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero pasaba de una esquina a otra de su despacho, evocando la fiesta que diera, también en otoño, quince años atrás. Asistieron muchas personas inteligentes, y la conversación fue de lo más interesante. Uno de los temas tratados fue la pena de muerte. Los invitados, entre los que había un buen número de periodistas y eruditos, se mostraron en su mayoría contrarios a esta pena. La consideraban anticuada como castigo, inmoral e impropia de un país cristiano. Algunos opinaban que la pena de muerte debía sustituirse a escala universal por la de cadena perpetua.

–No estoy de acuerdo con ustedes –manifestó el anfitrión–. No he conocido ni la cadena perpetua ni la pena de muerte, pero si se me permite opinar a priori, la pena de muerte es más moral y humana que la cadena perpetua. La ejecución mata al instante, mientras que la cadena perpetua lo hace poco a poco. ¿Qué verdugo es más piadoso, el que mata en unos segundos o el que va quitando la vida poco a poco durante años?

–Ambos son igualmente inmorales –observó uno de los invitados–, porque los dos se proponen el mismo fin: privar de la vida. El estado no es Dios. No tiene derecho a quitar lo que no podría devolver si desease hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven abogado de unos veinticinco años. Cuando le pidieron su opinión, explicó:

–Tan inmoral es la pena de muerte como la de cadena perpetua; pero si a mí me dieran a elegir entre una u otra, optaría sin vacilar por la segunda. Siempre es preferible vivir, sea como fuere, a no vivir en lo absoluto.

A continuación se entabló una animada polémica. El banquero, que por entonces era más joven e impetuoso, perdió la calma, dio un puñetazo en la mesa y, encarándose con el joven abogado, gritó:

–¡Eso es falso! Le apuesto dos millones a que no resistiría ni cinco años en la cárcel.
–Si habla usted en serio –contesto el abogado– le apuesto a que soy capaz de permanecer encerrado no ya cinco años, sino quince.
–¿Quince? ¡Hecho! –exclamó el banquero–. Señores, pongo dos millones.
–De acuerdo. Usted pone dos millones y yo mi libertad –dijo el abogado.

De esta forma se llevo a cabo la estúpida y disparatada apuesta. El banquero, que a la sazón no hubiera podido contar sus millones, era un ser mimado y caprichoso al que una apuesta de esta índoles ponía fuera de sí de placer. Durante la cena, bromeando con el abogado, le dijo:

–Reflexione usted, joven, antes de que sea demasiado tarde. Dos millones no significan nada para mí, mientras que usted se expone a perder tres o cuatro de los mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque no resistirá usted más tiempo. No olvide tampoco, desdichado, que la prisión voluntaria es más dura de soportar que la forzosa. La idea de que en todo momento tendría derecho a recobrar la libertad envenenará por completo su vida en la celda. ¡Me da usted lástima!

Ahora, mientras el banquero paseaba de una esquina a otra recordó todo aquello y se preguntó:
“¿Por qué haría yo esta apuesta? ¿De qué ha servido? El abogado ha perdido quince años de su vida y yo he tirado por la ventana dos millones ¿Demostrará esto que la pena de muerte es peor o mejor que la cadena perpetua? ¡No, seguro que no! Todo ha sido una gran necedad. Por mi parte, fue un capricho de hombre acaudalado; por la del abogado, simple sed de oro,”

Y continuó recordando lo sucedido tras aquella fiesta. Se decidió que el abogado sufriera el encarcelamiento bajo la más estrecha vigilancia, en un pabellón construido en el jardín del banquero. Acordóse también que durante los quince años perdería todo derecho a atravesar el umbral de la puerta, a ver persona alguna, a oír voces humanas y a recibir cartas o periódicos. Se le permitió tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, beber vino y fumar. Según el convenio, podía comunicarse con el mundo exterior, aunque en silencio, a través de un ventanillo construido expresamente para este fin. Todo lo que necesitase –libros partituras, vino– podría recibirlo enviando una nota a través de la ventana. El acuerdo preveía todos aquellos detalles y minucias que hacen severa la reclusión, y obligaba al abogado a permanecer encerrado durante quince años, exactamente desde las doce del 14 de noviembre de 1870 hasta la medianoche del 14 de noviembre de 1885. El menor intento por parte del abogado de romper las condiciones estipuladas, de salir aunque sólo fuera dos minutos antes de la hora, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.

Durante el primer año, el abogado, por lo que se desprendía de sus breves misivas, sufría mucho de soledad y aburrimiento. Día y noche llegaban del pabellón las notas del piano. Rehusó el vino y el tabaco. “El vino” escribió, “excita el deseo, y el deseo es el primer enemigo del prisionero. Además, no hay nada más aburrido que beber a solas un buen vino, y el tabaco vicia el aire en la habitación.” Durante el primer año el abogado recibió libros de género ligero: novelas policíacas, de aventuras, de complicada intriga amorosa, comedias...

El segundo año se dejó oír el piano y el abogado pidió únicamente clásicos. El quinto año volvió a oírse música y el prisionero pidió vino. Aquellos que le vieron durante aquel año afirmaron que no había hecho más que comer, beber y permanecer tumbado en la cama. Bostezaba con frecuencia y hablaba consigo mismo con voz irritada. No leyó libro alguno, pero a veces, por la noche, se sentaba a escribir durante largo tiempo, y a la mañana siguiente rasgaba todo lo escrito. En más de una ocasión le oyeron llorar.

Hacia la segunda mitad del sexto año el prisionero comenzó a estudiar con aplicación idiomas, filosofía e historia. Era tal su afán que el banquero apenas tenía tiempo de comprarle los libros. En el transcurso de cuatro años tuvo que conseguirle unos seiscientos volúmenes. Fue en este periodo de efervescencia cuando el banquero recibió la siguiente carta:
“Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Haga que las lean personas entendidas. Si no encuentran error alguno, le ruego haga disparar un arma en el jardín. Por el estampido sabré que mis esfuerzos no han sido vanos. Los genios de todas las épocas y países se expresan en distintos idiomas, pero en todos ellos arde la misma llama. ¡Oh, si supiera la celestial felicidad que me embarga ahora que las entiendo!”
El deseo del prisionero se cumplió, y el banquero ordenó que se hicieran dos disparos en el jardín.

Más tarde, transcurrido el décimo año, el abogado se sentó ante la mesa y se dedicó exclusivamente a la lectura del Nuevo Testamento. Al banquero le extraño que un hombre que en cuatro años había llegado a dominar seiscientos volúmenes eruditos empleará cerca de uno entero en la lectura de un libro fácil de comprender y no muy grueso. Al Nuevo Testamento le siguieron una historia de las religiones y un tratado de teología.

Durante los dos últimos años el prisionero leyó mucho pero sin método. Tan pronto se consagraba a las ciencias naturales como a Byron o a Shakespeare. Solía enviar misivas pidiendo un libro de química, otro de medicina, una novela y algún tratado sobre filosofía o teología al mismo tiempo. Era como un náufrago que, nadando en alta mar entre los restos de un navío, se aferra a un madero tras otro en su deseo de salvar la vida.

El viejo banquero, al recordar todo aquello, pensó: “Mañana a las doce obtendrá la libertad, y de acuerdo con lo estipulado tendré que pagarle los dos millones. Si le pago habré perdido todo. Me arruinaré para siempre...”

Quince años atrás le hubiera resultado imposible contar sus millones, pero ahora le daba mucho miedo preguntarse que tenía en mayor cantidad: fortuna o deudas. El juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y su carácter temerario, que ni siquiera el paso de los años logró atemperar, habían desmoronado sus negocios y el intrépido, confiado y orgulloso financiero se había convertido en un mediocre banquero que temblaba ante la menor oscilación en el mercado.
“¡Maldita apuesta!”, murmuró el anciano llevándose con desesperación las manos a la cabeza. “¿Por qué no habrá muerto ese hombre? Sólo tiene cuarenta años? Sólo tiene cuarenta años. Se llevará todo lo que me queda, se casará, gozará de la vida, jugará en la Bolsa, y entretanto yo tendré que contemplarle como un mendigo envidioso, y tendré que oír de sus labios la misma frase todos los días: ‘Le debo la felicidad de mi vida. ¡Déjeme que le ayude!’ ¡No, eso sería demasiado! Lo único que podrá librarme de la bancarrota y del oprobio será la muerte de ese hombre.”

Dieron las tres. El banquero escuchó. Todo el mundo dormía en la casa. Tan sólo se percibía el gemido de los árboles helados al otro lado de los ventanales. Procurando no hacer ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se había abierto en quince años, se puso el abrigo y salió de la casa. El jardín estaba oscuro y hacía frío. Estaba lloviendo. El viento, húmedo y penetrante, bramaba por todo el jardín y no daba descanso a los árboles.

Por más que esforzaba la vista, el banquero no distinguía el suelo, ni las blancas estatuas, ni el pabellón, ni los árboles. Acercándose al pabellón, llamó dos veces al guardián. Nadie respondió. Sin duda el guardián se había resguardado del mal tiempo; estaría durmiendo en algún rincón de la cocina o del invernadero.

“Si tuviese valor para realizar mi propósito”, pensó el anciano, “las sospechas recaerían en primer lugar sobre el guardián.”

En medio de la oscuridad, buscó a tientas los peldaños y la puerta y entró en el vestíbulos del pabellón; luego pasó al estrecho pasillo y encendió una cerilla. No había ni un alma; sólo se veía una cama sin sábanas ni mantas y la sombra oscura de una estufa en un rincón. Los sellos de la puerta que conducía hasta el prisionero estaban intactos.

Al apagarse la cerilla, el viejo, temblando de nerviosismo, se asomó a la pequeña ventana.

En la estancia ardía con tenue luz una vela. El prisionero estaba sentado ante la mesa y sólo se le veían la espalda, el cabello y los brazos. Había libros abiertos sobre las dos sillas, la mesa y la alfombra.

Pasaron cinco minutos y el prisionero no hizo el menor movimiento. Quince años de encierro le habían enseñado a sentarse completamente inmóvil. El banquero golpeó el cristal del ventanillo con el dedo pero el prisionero no reaccionó. Entonces el banquero arrancó con sumo cuidado los sellos de la puerta y metió la llave en la cerradura. El herrumbroso cerrojo emitió un crujido ronco y la puerta chirrió. El banquero esperaba oír inmediatamente un grito de sorpresa y el ruido de pasos, pero pasaron tres minutos y al otro lado de la puerta seguía reinando el mismo silencio de antes. Decidió entrar.

Ante la mesa estaba un hombre distinto del resto de los mortales. Era un esqueleto recubierto de piel tirante. Tenía largos cabellos rizados, como una mujer, una barba desgreñada, la tez amarilla, de una tonalidad terrosa, las mejillas hundidas y la espalda larga y estrecha. La mano sobre la que descansaba su peluda cabeza era tan fina y delgada que daba miedo mirarla. Su cabello empezaba a encanecer, y al contemplar su viejo y demacrado rostro nadie habría creído que tan sólo contaba cuarenta años. Sobre la mesa, ante la cabeza inclinada, había un pliego de papel en el que aparecía algo escrito con letra menuda.

“¡Pobre diablo!”, pensó el banquero. “Está dormido y probablemente soñando con millones. Bastará con levantar este cuerpo medio muerto, arrojarlo sobre la cama y taparle durante un momento la cara con la almohada, y ni la más concienzuda investigación podrá descubrir la menor huella de muerte violenta. Pero mejor será leer antes eso que ha escrito.”

El banquero cogió el pliego de la mesa y leyó:
“Mañana, al as doce de la noche, recobraré la libertad y el derecho a alternar con la gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle unas palabras. En pleno uso de mis facultades mentales y ante los ojos de Dios, declaro que desprecio la libertad, la vida, la salud y todo cuanto sus libros definen como bendiciones del mundo.

“Durante quince años he estudiado a fondo la vida terrena. Cierto es que no veía ni la tierra ni los hombres, pero a través de sus libros he bebido el vino aromático, he cantado canciones, he cazado ciervos y jabalíes en los bosques, he amado a mujeres... Y beldades etéreas, creadas por la magia de vuestros geniales poetas, me visitaban por las noches, confiándome maravillosos cuentos que me embriagaban.

“En sus libros escalé las cumbres del Elbruz y el Mont Blanc, y desde allí veía salir el sol con el alba, y cubrirse en los atardeceres los cielos, océanos y sierras de oro grana. Desde esas alturas veía, muy por encima de mí, cómo los rayos hendían las nubes; veía verdes bosques, campos, ríos, lagos, ciudades. Oía el canto de las sirenas y la flauta del dios Pan; tocaba las alas de hermosos diablos que acudían volando a mi lado para hablar de Dios... Con sus libros me arrojé a precipicios sin fondo, hice milagros, arrasé ciudades hasta reducirlas a cenizas, prediqué nuevas religiones, conquisté países enteros...

“Sus libros me dieron sabiduría. Cuanto fue capaz de crear la infatigable mente humana a través de los siglos está concentrado en mi cerebro. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.

“Y desprecio vuestros libros, desprecio todos los bienes y toda la sabiduría del mundo. Todo es vano, baladí, quimérico, engañoso como un espejismo. Aunque seáis altivos, sabios y hermosos, la muerte os barrerá de la faz de la tierra como ratones en su madriguera; y vuestra posteridad, vuestra historia, la inmortalidad de vuestros genios, todo arderá con el globo terrestre y se convertirá en lava petrificada.

“Estáis locos, habéis equivocado el camino. Tomáis la mentira por verdad, la fealdad por belleza. Quedaríais maravillados si de repente los naranjos y manzanos dieran lagartos y ranas en lugar de fruta, o si las rosas comenzasen a exhalar olor de sudor de caballo. De igual modo me maravillo yo de vosotros, que habéis cambiado el cielo por la tierra. No quiero comprenderos.

“Y a fin de demostrar palpablemente mi desprecio por todo aquello que motiva vuestra existencia, renuncio a los dos millones que en otro tiempo me parecieron el paraíso y que ahora desdeño. Para perder el derecho a esa cantidad saldré de aquí cinco minutos antes de la hora fijada, violando así el acuerdo.”

Una vez que el banquero hubo leído el pliego, lo dejó sobre la mesa, besó la cabeza de tan singular hombre, comenzó a llorar y abandonó el pabellón. Jamás, ni siquiera tras las peores pérdidas en la Bolsa, se había sentido tan despreciable como ahora. Al regresar a casa se dejó caer en la cama, pero la excitación y las lágrimas le mantuvieron en vela durante mucho tiempo...A la mañana siguiente el pobre guardián se presentó corriendo ante él y le contó que habían visto al hombre del pabellón saltar al jardín por la ventana y desaparecer. El banquero, seguido de sus criados, se dirigió inmediatamente al pabellón y comprobó la fuga del prisionero. A fin de evitar rumores innecesarios recogió de la mesa el pliego en el que se detallaba la renuncia, y de vuelta a su casa lo guardó en la caja fuerte.


-Anton Pablovich Chéjov

martes, 8 de abril de 2008

Número Veintisiete

I contend an abiding sense of irony over all
I do

-Jim Morrison

Número Veintiseis



I don't think that people accept the fact that life doesn't make sense. I think it makes people terribly uncomfortable. It seems like religion and myth were invented against that, trying to make sense out of it.


-David Lynch

Número Veinticinco


El hombre no asocia las ideas según la lógica y la exactitud verificable, sino según su gusto y su interés. Es por esto que la mayoría de las verdades no son más que prejuicios; las más irrefutables son también las que éste se esfuerza hipócritamente en combatir con la astucia del silencio. La misma inercia se opone al trabajo de disociación que vemos lentamente efectuarse en ciertas verdades.


-Remy de Gourmont, La disociación de las ideas.

martes, 1 de abril de 2008

Número Veintiuno





Life wouldn't be worth living if I worried over the future as well as the present.


-William Somerset Maugham


I don't think of the past, the only think that matters is the everlasting present.


-William Somerset Maugham